
Hay batallas que se libran en silencio. No están en la pista, ni en un vestuario, ni en un marcador apretado a falta de tres segundos. Nunca salen en las estadísticas. No aparecen en los boxscores, no se graban en vídeo y nadie aplaude cuando se ganan. Son las batallas internas, silenciosas, esas que marcan para siempre la formación de un jugador joven. Están en los pasillos de un pabellón, en la grada o en el coche de vuelta a casa. En esa frontera invisible donde se decide, sin que nadie lo note, si un jugador crece… o se pierde.
En la primera parte de este artículo hablamos de cómo el ego puede romper un equipo. Hoy quiero entrar en un terreno aún más delicado: la influencia de casa, ese mensaje que llega sin uniforme, sin pizarra, pero que condiciona todo.
Cuando el “yo” se impone al “nosotros”
Todos repetimos que el deporte es un lugar sagrado donde se aprenden valores: compañerismo, sacrificio, humildad. Pero estos valores no crecen solos. Tienen raíces. Necesitan cuidados. Y lo que ocurre en casa, lo que un niño escucha antes y después de entrenar, puede fortalecer esas raíces… o arrancarlas de cuajo. La verdadera prueba empieza cuando un niño escucha dos voces contradictorias: la de su entrenador y la de su casa. Y ahí, en ese choque de mundos, surge un conflicto demasiadas veces repetido. Imaginad esta escena:
Padre: ¡Hijo, haz esto! ¡Evita aquello!
Hijo: Pero el entrenador dijo que…
Padre: Tú hazme caso a mí. Soy tu padre, miro por tus intereses y sé lo que te conviene…..
Esa frase — “yo sé lo que te conviene” — alberga un conflicto poderoso a la vez que terrible. Un choque entre el amor de un padre y el camino de formación que un entrenador intenta construir. Esa frase es una semilla. Puede florecer en confianza… o en confusión. Y en medio… un niño. Confundido. Tironeado. Obligado a elegir entre dos lealtades que no deberían estar enfrentadas. Porque cuando un niño siente que debe obedecer a dos jefes distintos, deja de entender el sentido del por qué, para qué y para quién juega.
Y existe, además, para complicar más la situación, ese mensaje no pronunciado, pero siempre presente en las gradas resonando como un eco infinito: —“mi hijo es especial… mi hijo es el mejor…..y, además, es MI hijo”— Una frase jamás públicamente pronunciada pero que emerge poderosamente como el origen de todos los problemas.

La grada: el viento que empuja… o que desvía
El baloncesto es un deporte que exige alma, reflejos, reacción y precisión. Cada pase, cada tiro, cada decisión se ejecuta mientras el corazón late rápido y el ruido alrededor aprieta En una décima de segundo, el jugador debe decidir. Combinación de aciertos y errores. Y en esa misma décima de segundo, desde la grada, llegan instrucciones que nunca fueron entrenadas. “¡Corre!”, “¡Tira!”, “¡No botes!”, “¡Lánzate!”. Voces que quieren ayudar. Voces que aman. Voces que, sin saberlo, se convierten en presión.
Sin darnos cuenta, la mayor parte de las veces esas palabras caen como piedras sobre la espalda del niño. No porque sean malas, sino porque llegan a destiempo, chocando con lo que el entrenador pide, empujando al pequeño hacia un mar de dudas.
A lo largo de mi trayectoria he visto jugadores congelarse por dentro. He visto miradas vacías en niños que, con apenas 11 años, parecían cargar el peso de un adulto. Niños paralizados a mitad de bote porque no sabían si obedecer al entrenador… o a papá. Jugadoras mirar de reojo a la grada buscando aprobación cada vez que fallaban. Lágrimas silenciosas en vestuarios después de un partido brillante… pero insuficiente para casa.
¿Cuánto talento se ha perdido por esa tormenta de buenas intenciones mal canalizadas? ¿cuántas ilusiones truncadas por un enfoque equivocado…..?
La grada puede ser refugio o tormenta. Puede convertir un partido en una aventura épica… o en un examen imposible.
Consejos que nacen del amor… pero pueden destruir la pasión
La mayoría de los padres no quieren complicar las cosas y desean lo mejor para sus hijos. Al contrario: quieren proteger a sus hijos, darles herramientas, empujarlos hacia su mejor versión. Pero a veces ese empuje no ayuda: en vez de proyectarlos hacia arriba, los empuja hacia abajo. Quieren ayudar, proteger, guiar. Pero sin darse cuenta, sus palabras dejan cicatrices. Porque cuando un padre contradice o critica al entrenador desde la grada, el niño recibe un mensaje doble: “La autoridad del entrenador es relativa. Su criterio vale menos que el de casa.” Y a partir de ahí, todo se rompe:
– Hijos confundidos entre lo que escuchan en casa y lo que se entrena cada día.
– El niño ya no juega para aprender: juega para agradar.
– El equipo deja de ser una comunidad: se convierte en espectadores secundarios del lucimiento propio.
– Niños que empiezan a jugar solos, no con su equipo.
– El entrenador pasa de guía a obstáculo. Jóvenes que creen que el entrenador “les tiene manía” porque así se les insinúa.
– Cambios de club buscando un salvador que nunca llega.
– Y, finalmente… el abandono del baloncesto, porque ya no es un juego sino una exigencia. La pasión, esa chispa que un día hizo que el niño cogiera un balón por primera vez, se apaga poquito a poco.
El daño, en muchos casos, es profundo. Lo digo con tristeza: solo unos pocos jugadores, muy pocos, logran madurar lo suficiente para liberarse y abstraerse de ese ruido interno. He conocido jugadores que abandonaron el deporte sin entender por qué. Jugadores que tenían talento, ilusión, energía. Pero también un murmullo constante a su alrededor. Ese murmullo, con el tiempo, se convirtió en ruido. Y el ruido… en agotamiento.
El espejismo del consejo técnico
Muchos padres sienten que deben ayudar a “mejorar”. Sienten una responsabilidad casi heroica: transmitir lo que creen que ayudará a su hijo a destacar. Enseñan movimientos. Explican cómo tirar. Cómo defender. Cómo botar. Pero el baloncesto no es un tutorial. No es un rompecabezas con piezas sueltas. Es un organismo vivo, un engranaje lleno de matices. Y una instrucción dada desde la grada puede desajustarlo todo. Es un ecosistema. Y en ese ecosistema, una instrucción equivocada — aunque venga del amor más sincero — puede descolocar toda la estructura mental del jugador.
Un padre puede enseñar cómo botar o cómo tirar. Pero no puede enseñar lo que significa entender al equipo, integrarse en un sistema, aceptar un rol, ser parte de algo más grande que uno mismo. Eso solo lo da el tiempo, la madurez… y un entrenador.
Cuando el niño llega al entrenamiento pensando que “en casa me dijeron que esto es mejor”, aparece una grieta. Y por esa grieta se escapa la confianza, el aprendizaje, la unidad del equipo. El baloncesto deja de ser un juego y se convierte en un pulso interno que nadie ve.
Entonces… ¿qué hacer? ¿Cómo acompañar de verdad?
Ser padre en el deporte no es dirigir desde fuera. Es ser refugio. Es ser abrazo. Es ser calma cuando todo se llena de ruido. Hay que acompañar sin interferir. La grandeza, la épica de ser padre de un jugador de baloncesto, no está en enseñar cómo tirar. Está en enseñar cómo VIVIR el deporte. El papel del padre no está en corregir cada error, sino en asegurar que el error no duela más de lo necesario. En que fallar no sea un trauma, sino una oportunidad. Y eso significa:
– Ser calma cuando el niño está frustrado.
– Ser abrazo cuando está triste.
– Ser sonrisa cuando duda de sí mismo.
– Ser luz, nunca sombra.
– Convertir el coche de vuelta en un santuario, no en una sala de análisis.
– Preguntar “¿Te lo has pasado bien?” antes que “¿Cuántos has metido?”
– Confiar en el entrenador aunque no se entienda cada decisión.
– Recordar que un niño no necesita perfección, sino apoyo.
Porque el objetivo no es formar jugadores perfectos, sino personas enteras. Personas capaces de equivocarse, levantarse, esforzarse y querer a su equipo como parte de su familia deportiva. El baloncesto es un viaje. A veces dulce, a veces duro. Pero siempre profundamente formativo. Y en ese viaje, el mensaje que llega desde casa puede ser un faro… o una sombra.
Que nuestros hijos sueñen. Que corran sin miedo. Que fallen sin sentirse juzgados. Que aprendan sin condicionantes. Y que, cuando vuelvan la vista a la grada, encuentren un gesto que diga: “Estoy contigo. Juegues como juegues. Aprendas lo que aprendas. Te acompaño.” “Estoy contigo. No para dirigirte, sino para caminar a tu lado. No para que seas perfecto, sino para que seas feliz.” Porque solo cuando la casa suma y no interfiere…solo entonces…se forjan no solo jugadores, sino seres humanos capaces de brillar dentro y fuera de la pista.




