
Quisiera reflexionar sobre un fenómeno que, por desgracia, sigue repitiéndose en medios y redes sociales: la irrupción de algunos padres en el deporte infantil y juvenil, no como acompañantes o referentes, sino como auténticos energúmenos. En demasiadas ocasiones, acaban protagonizando escenas violentas, enfrentamientos verbales o incluso físicos que contradicen por completo los valores que el deporte debería transmitir.
Como exjugador de baloncesto y padre de dos chicos que practican este deporte —y digo practican, no compiten aún, porque será el tiempo quien determine si realmente son jugadores—, me gustaría ofrecer una humilde opinión desde ambos lados: el del deportista y el del padre.
Todos vemos a nuestros hijos como los mejores. No creo equivocarme si afirmo que más de uno de quienes me leéis los ha imaginado alguna vez como el próximo Messi, Pau Gasol o Amaya Valdemoro. Es humano. Queremos lo mejor para ellos y, desde ese amor, los seguimos, los animamos, los aconsejamos y nos volcamos. Eso está bien. Pero también es importante no perder de vista la realidad: jugadores de ese nivel sale uno entre un millón. Y lo más probable es que se queden, como tantos otros, en el camino.
Llegar a lo más alto no depende solo de condiciones físicas —ser alto, rápido o fuerte—. Se necesita un talento especial para entender el juego, para asumir cargas de trabajo exigentes, para comprometerse y para cuidarse física y mentalmente. Y, aun con todo eso, existe un factor añadido que puede convertirse en un obstáculo: la presión ejercida por los propios padres.
Y, aun con todo eso, existe un factor añadido que puede convertirse en un obstáculo: la presión ejercida por los propios padres.
A lo largo de mi trayectoria he presenciado actitudes lamentables por parte de progenitores que, cegados por la expectativa o el ego, se convierten en los peores rivales de sus propios hijos. He visto a padres que los ridiculizan si no juegan bien, que los castigan o los insultan, que les dan órdenes contradictorias a las del entrenador, que critican abiertamente a los compañeros por no pasarles el balón, o que incluso llegan a enfrentar al árbitro por decisiones discutibles. No es solo una cuestión de mala educación, es una forma directa de sabotear el crecimiento emocional y deportivo de los chicos.
La consecuencia de todo esto es una presión innecesaria y desorientadora. Nuestros hijos, en lugar de disfrutar y aprender, se ven atrapados entre voces adultas que los empujan a complacer, a rendir, a no fallar. ¿El resultado? Ansiedad, frustración, miedo al error…