
Septiembre debería ser un mes de ilusión. Empieza la temporada, vuelves a encontrarte con tus jugadores, planificas sesiones, estructuras objetivos y sueñas con todo lo que se puede trabajar y mejorar durante el curso. Pero, año tras año, la realidad me devuelve el mismo golpe: a las puertas del inicio, cuando todo está organizado, aparecen ciertos clubs que deciden fichar por la espalda. Y lo peor no es que los jugadores cambien de equipo –algo completamente legítimo–, sino la manera en que se hace: sin avisar, sin una llamada, sin el más mínimo respeto hacia el trabajo y la planificación de los demás.
No me malinterpreten. No estoy en contra de que un niño o una niña busque otro lugar donde jugar, donde sentirse mejor, donde crecer. Eso es parte del deporte y de la vida. Los cambios forman parte de los procesos formativos. Lo que denuncio es la falta de ética, la ausencia de diálogo, la costumbre enquistada de actuar como si el resto de clubes no existieran, como si detrás de cada planificación no hubiera horas de trabajo, reuniones, ilusión y, sobre todo, personas.
Porque al final los grandes perjudicados son los jugadores. Cuando se ficha a escondidas, lo que se transmite es un mensaje equivocado: que lo importante no es el respeto, ni la comunicación, ni el valor de la palabra. Se instala en los niños la idea de que las decisiones se toman a escondidas, que lo normal es marcharse sin mirar atrás. ¿Es ese el ejemplo que queremos dar en categorías de formación?
Cada septiembre se repite la misma historia. Llamadas de última hora, conversaciones fuera de lugar, promesas envueltas en medias verdades. Y mientras tanto, los entrenadores nos encontramos con la plantilla descuadrada, con el equipo descompensado y con la obligación de rehacer todo lo que habíamos trabajado durante semanas. Que un club se esfuerce por mejorar es lógico y necesario. Pero que lo haga pisando al de al lado, con tácticas poco transparentes, es una muestra de que la ética sigue siendo la gran olvidada en el deporte base.
Lo más sangrante es que todos sabemos quiénes son. No son casos aislados, no es un error puntual. Son los mismos clubs, los mismos responsables, repitiendo la misma práctica temporada tras temporada. Y nadie les pide cuentas. Nos hemos acostumbrado a mirar hacia otro lado, como si fuera parte del juego. Pero no lo es.
El baloncesto de formación debería ser, por encima de todo, un espacio educativo. Hablamos de niños y niñas que, además de aprender a botar, pasar o tirar, están aprendiendo a convivir, a respetar, a compartir esfuerzos. Si desde los propios clubes no defendemos esos valores, ¿qué clase de mensaje les estamos dando? La competitividad mal entendida no forma jugadores mejores, forma personas que asumen que todo vale.
Por eso creo que necesitamos dos cosas: una normativa más clara y, sobre todo, un compromiso ético real. Normativa que marque unos plazos, que obligue a comunicar los movimientos, que establezca un marco de juego justo. Y ética para entender que, si un jugador quiere cambiar de club, lo mínimo es levantar el teléfono, hablar, reconocer el trabajo que hay detrás. No me importa que se vayan –a veces incluso es lo mejor para ellos–, lo que me importa es que no se haga por la espalda.
En el fondo, todo se reduce a algo tan básico como el respeto. Respeto por el niño, que merece que su proceso sea transparente. Respeto por las familias, que no deberían ser objeto de maniobras en la sombra. Respeto por los entrenadores, que dedicamos nuestro tiempo y energía a preparar una temporada con seriedad. Respeto, en definitiva, por el baloncesto.
Ojalá llegue el día en que septiembre vuelva a ser solo ilusión, y no este déjà vu de llamadas escondidas y planificaciones rotas. Ojalá podamos decir que el deporte de formación es, además de un espacio de aprendizaje técnico, un lugar donde la ética no se negocia. Hasta entonces, seguiremos levantando la voz para recordar que lo que está en juego no son solo partidos, sino valores. Y esos no deberían ficharse jamás por la espalda.