Dicen que, a lo largo de su vida, Spike Lee ha gastado más dinero en asientos del Madison Square Garden que el que han invertido los fondos árabes en los palcos VIP del nuevo Camp Nou. En 1970, cuando Willis Reed y Walt Frazier ganaron su primer anillo, Spike Lee ya estaba allí. También durante los noventa, cuando el equipo de Pat Ewing alcanzó hasta dos veces las finales de la NBA, rozando el título en 1994. Se ha mantenido fiel al Garden incluso durante la larga travesía del desierto de lo que llevamos de siglo, en el que la franquicia no ha superado nunca las semifinales de Conferencia. Allí está siempre, en primera fila, vestido con los colores de los Knicks: una combinación habitual podría consistir en la camiseta oficial del equipo en azul, colocada encima de una sudadera naranja, conjuntada con una gorra azul y gafas de pasta redondas de color naranja. De esta guisa, y desde pie de pista, anima a sus Knickerbockers y practica el trash talking con los contrarios. «Cuando te metes en una discusión con Spike Lee, sabes que has llegado lejos en la NBA», dijo hace poco Vince Carter. No en vano, Lee es de los pocos elegidos que han entrado en el Basketball Hall of Fame como superfans, junto con otros ilustres como Jack Nicholson o Billy Cristal.

Habrá quien pueda pensar que todo eso, todos esos aspavientos vestido de naranja fosforito, no son más que una buena manera de hacerse ver, de promocionarse, de ganar popularidad en beneficio de aquello que hace entre partido y partido en el Madison: películas. Sin embargo, bastan tres minutos de visionado de He got game para hacer trizas esa teoría y darse cuenta de que están hechos por alguien que ama de verdad el baloncesto. Con un fondo de inspirada música de Aaron Copland, y utilizando la cámara (muy) lenta, esos títulos de crédito iniciales nos muestran a chicos de distintas edades, razas y clases sociales practicando en canastas de patios de colegio, jardines de barrios residenciales y playgrounds de ciudad. Esa bella primera secuencia, toda una delicada declaración de intenciones, es al deporte del basket lo que la escena inicial de la Manhattan de Woody Allen a la ciudad de Nueva York.

Así, Spike Lee ya se nos ha metido en el bolsillo cuando empieza la trama argumental: a un convicto que cumple condena por asesinato le es ofrecido un trato secreto. Si en una semana de permiso especial es capaz de convencer a su hijo adolescente, la mayor promesa del basket estatal, para que se matricule en la Universidad de Big State para jugar en el equipo, el gobernador del estado conseguirá reducir sustancialmente su condena. El protagonista, sin embargo, encontrará un par de obstáculos que dificultarán su misión: a) el odio y resentimiento de su propio hijo, que al principio rechazará todo contacto con su padre, y b) la multitud de presiones que su hijo recibirá del resto de su entorno para que tome otra decisión, ya sea entrar en una universidad distinta o bien hacer el salto directo a la NBA. Spike Lee utiliza este argumento para hablarnos, principalmente, de dos cosas:

1.- Las relaciones paternofiliales. El flashback que justifica el odio de Jesus Shuttlesworth hacia su padre resulta un poco inverosímil, pero le sirve a Lee para abordar luego con mayor dramatismo la complejidad del tema: los fracasos, la proyección de los deseos frustrados en el hijo, la sombra perpetua del padre, el orgullo, las heridas del pasado, las palabras nunca dichas. Que el clímax del film sea un uno contra uno a once puntos entre padre e hijo deja claro que este es el tema principal de la película.

2.- El negocio del baloncesto, que Spike Lee conoce bien. Está en contacto con el baloncesto profesional, entiende los entresijos del sistema, comprende lo difícil que es ser una estrella a los diecisiete años, sin haber salido de la high school, y sabe de las múltiples tentaciones que llegan de repente: dinero, coches, mansiones, chicas. Es como subirse a la montaña rusa del parque de Coney Island, un gran tobogán de éxitos rápidos al alcance de la mano y del que todo el mundo quiere sacar tajada: entrenadores, agentes, amigos. Incluso familiares o la propia novia. Todos pueden llegar a ser corrompidos en nombre del negocio, un negocio que aquí aparece presentado de forma cruda y despiadada. Precisamente, uno de los mayores logros expresivos de la película es la relación que se establece entre las escenas que explican lo que sucede en todo ese entorno y aquellas, tan bien filmadas, en las que la cámara entra en la cancha para mostrarnos, por contraste, la pureza del juego.

Mientras todo esto ocurre, y además de unas cuantas caras conocidas (unos cameos bien integrados de Jordan, Pippen, Barkley, Shaq, Bill Walton o Rick Pitino), también podemos encontrar algunos puntos débiles en la película. Principalmente dos: primero, y ello a pesar de las esforzadas actuaciones de Denzel Washington y del gran Ray Allen (a quien Lee contrató tras tantearle primero en el descanso de un Knicks – Bucks), unos personajes un tanto planos y poco profundizados, en parte quizás porque, como hemos dicho, el pasado que tanto se supone que les ha marcado, el que debe explicar su temperamento y motivaciones actuales, no resulta del todo creíble; y, segundo, la forzada subtrama con el personaje de Milla Jovovich, que no pinta nada ahí.

Por supuesto, esos defectos menores no justifican en absoluto que, en 1999, los distribuidores españoles tomaran la imperdonable decisión de no estrenar la película en los cines. Basket – debían pensar – ¿a quién le interesa? El film apareció directamente en videoclubs, bajo el pésimo título de Una mala jugada. Y tan mala. 

Disponible en: Disney+ (suscripción), AppleTV (alquiler) y Rakuten (alquiler).